Por Daniel García Molt
Kuro detuvo su chalupa en un amarradero derruido. Se sentía exhausto y hambriento después de remar corriente arriba dos días y sus noches. El largo y cansador viaje lo hacía con la misión de entregarle un mensaje de su maestro, el gran Mizhou, a un amigo de éste, el Abad del Monasterio de las Sombras. A Kuro le ocurría algo extraño con el amigo de su maestro. Por alguna razón olvidaba el nombre del anciano, justamente él que había memorizado el Shobogenzo de Eihei Dogen. Pero era así. La memoria suele ser una herramienta caprichosa que desaparece cuando uno más la necesita.
El gran Mizhou acostumbraba a enviarle cada año una carta a su amigo a través de algún monje joven, quien a una hora y en un lugar exacto de la costa se intercambiaban la correspondencia de cada maestro. En ese intercambio de informes exhaustivos no faltaban detalles. Esos manuscritos eran el único diálogo que tenían los dos ancianos, desde treinta años atrás, el mismo tiempo que llevaban sin estar el uno frente al otro. En esas cartas se describían las ligeras experiencias cotidianas vividas durante los doce meses en sus respectivos monasterios.
Por alguna razón inexplicable Mizhou había decidido a último momento encargarle esta tarea escandalosamente menor a un monje ya maduro como Kuro. Esta decisión resultó sorpresiva y absurda, no sólo para Kuro, si no para el resto de los monjes. Y no se trataba de que esta decisión pudiera herir la alta posición ocupada por Kuro en el monasterio. No, todo lo contrario Kuro sabía que trabajar y cumplir una orden por humilde que fuera era la mejor disciplina para su ego. Pero en este caso existían una suma de razones que no recomendaban que fuera Kuro quien asumiera esa tarea. Su edad, la impericia para remar, la debilidad de sus músculos y vista gastada, por los años y algo más, y muy importante. Kuro era el reemplazante natural de Mizhou si este enfermara o algo peor. Vale decir que por la avanzadísima edad de Mizhou, y sus últimas enfermedades todos pensaban que cualquier recaída clausuraría la vida del Abad.
Igual Kuro aceptó la misión.
Quienes lo habían precedido en la tarea le advirtieron el esfuerzo sobrehumano que le demandaría trepar la corriente del río y le recomendaron no alterarse cuando sintiera que la barca casi no se movía. Ese cansancio se vería recompensado en el regreso, -le aseguraron-; donde podría descansar.
Al llegar, le aseguraron, un discípulo del otro monje lo estaría esperando con la comida servida en una mesa de campaña. Intercambiarían los manuscritos de sus maestros y después de comer podría regresar dejándose llevar por la corriente río abajo, sin otro esfuerzo que guiar la embarcación para no encallar en alguna orilla.
Trepar contra la corriente lo dejó exhausto, pero su ánimo se desbarrancó cuando descubrió que nadie lo esperaba.
Kuro sabía que el monasterio del otro maestro estaba a tres días de distancia de donde él se encontraba en la barca y se llegaba caminando por unos senderos casi invisibles que caracoleaban por la falda de varias montañas y cruzaban siete veces el mismo río. Se engañó pensando que tal vez su contacto se había retrasado. Era cuestión de paciencia. Pero esperar para Kuro era una tarea más intensa que trabajar.
Se derrumbó cansado dentro de la embarcación. Poco antes de entrar en el sueño vio como una oruga caminaba por el borde de la embarcación zigzagueando pero dejando a su paso una fina línea recta de baba casi invisible.
“Un paso y otro más. Falta tan poco, se daba ánimo Litho, mientras se deslizaba por una barranca casi vertical de la montaña llamada, Del Palomo Ciego. El cansancio amenazaba con vencerlo a cada paso, pero la idea de llegar cuanto antes junto al monje enviado por el maestro Mizhou, lo empujaba a seguir sin prestarle atención a su cuerpo, pese a que la cabeza le latía como un reloj enloquecido y sus articulaciones y músculos estaban abochornados de dolor.
Litho estaba convencido de que iba al encuentro de la persona más admirada por su abad. No se engañaba, sabía que no se encontraría con Mizhou, pero por tratarse de un discípulo de éste maestro, colegía Litho, debía tratarse de un ser excepcional, poseedor de una sabiduría semejante a la de su mentor.
Litho exageraba, y lo sabía pero necesitaba engañarse para ocultar la desesperación que lo embargaba y así ilusionarse pensando que su maestro, sus compañeros, todos monjes como él, y el monasterio mismo todavía podían salvarse.
Así como se aturdía con esa ilusión, la única y última capaz de solucionar el mal que se abatía sobre su monasterio, para no desviar su pensamiento de esta idea feliz, de vez en cuando saltaba y lanzaba gritos de triunfo como si ensayara los saltos y el clamor de la victoria que daría cuando todo volviera a a la normalidad. Litho, es esa clase de personas cegada por el optimismo que no tiene en cuenta que la vida gusta contradecir a los hombres. En uno de esos saltos se enganchó un pie en la raíz de un árbol y cayó rodando por una pendiente casi vertical.
Había pasado ya un día entero y Kuro comenzaba a impacientarse. Pensaba: “el maestro, el maestro…” Era extraño. No podía recordar el nombre del amigo de su maestro, cuando era capaz de retener por años el rostro de cualquiera que se cruzara en su camino. Indudablemente su memoria era visual pero incapaz de recordar los nombres de aquella persona que apenas se presentaba. Cuanto más de gente que no conocía.
Siempre se preguntaba si sus ojos podían retener con tanta facilidad una cara o un gesto, cual era la razón de estar obligado a usar anteojos mientras sus oídos, que no atrapaban las palabras y los números, funcionaban a la perfección. Pero junto al río pensaba en otra cosa.
Especulaba Kuro con varios escenarios posibles: “Si el maestro hubiera muerto ya habrían venido a darme aviso de la mala nueva”, pensaba cuando un ruido lo alarmó. Alguien venía rodando por una de las caras de la montaña. De a ratos parecía recuperar el equilibrio y resbalaba casi parado, pero unos metros más abajo volvía a rodar sin parar. Era Litho que caía sin dejar de aferrarse a una bolsa que cuidaba más que a su propio cuerpo.
Kuro corrió a su encuentro y hasta logró detener su carrera antes de caer en el río. Como si no hubiera pasado nada, el maltrecho monje se levantó de un salto como un equilibrista, se sacudió el polvo y acomodando su bolsa sobre uno de sus hombros se presentó a Kuro, al tiempo que mostraba el dedo anular de su mano derecha en una posición absurda, doblado al revés de lo esperado.
Como si el frenesí de la caída y el dedo doblado hubieran conmocionado su mente Kuró pudo recordar el nombre del amigo de su maestro. Exclamó: “Wushi” para satisfacción del muchacho que escuchaba así el nombre de su maestro y mientras asentía aprovechó para presentarse:
-Soy Litho discípulo del maestro Wushi.
Kuro comenzó a repetir en silencio: “Wushi. Wushi”, con la idea de grabar el nombre en su memoria de papel de arroz, y mientras realizaba este ejercicio mnemotécnico se acercó y sin avisarle le tomó la mano con el dedo lastimado y tiró de éste con fuerza haciendo que Litho cayera al suelo en medio de gritos de dolor. Kuro, desgarró un pedazo de tela de su manto y volvió a tomar la mano del joven que la escondía temeroso de Kuro. Finalmente cuando pudo tomar el dedo de Litho se lo vendó.
-Duele al principio –explicó Kuro-. En tres días cierra y abre la mano, y en un momento, ese dedo acompañará a los otros tres.
Litho le agradeció la curación de su dedo realizando sucesivas flexiones que terminaron por molestar a Kuro.
-Gracias maestro, muchas gracias, no esperaba menos de un maestro como usted –agradecía con redundancias Litho.
Kuro fue hasta la bolsa que había dejado en la chalupa. Sacó el rollo con el mensaje de Mizhou y se lo entregó.
-Dame el rollo de Wushi, y no te equivoques, no soy un maestro de nada, sigo a mi maestro más a los saltos que pisándole su sombra.
El joven monje Litho siguió sonriendo, suspiró hondo y le explicó que no tenía ningún mensaje de su maestro porque éste… tartamudeó Litho… “quiere invitarlo a nuestro monasterio donde él mismo le entregará la correspondencia para el gran Mizhou”.
Kuro quedó congelado, confundido.
El gesto amargo de Kuro, le demostró a Litho lo difícil que sería convencerlo de ir a su monasterio. Llevarlo allí era tan importante que Litho estaba dispuesto a ofrecer su vida a cambio de que Kuro socorriera a su maestro. Se arrojó en el suelo y, en una muestra de total sumisión, apoyó la nariz en la tierra mientras le rogaba llorando que aceptara viajar con él a su monasterio. Kuro lamentaba el estado del muchacho pero no estaba en sus planes caminar tres días por la montaña para recoger lo que ese joven monje debió entregarle en mano. Litho levantó apenas la cabeza para espiar la reacción de Kuro. Era absurdo: tenía la punta de la nariz sucia de polvo y su sonrisa asemejaba más una cicatriz que la feliz expresión de un estado de ánimo. Igual insistió. “El lo espera ansioso, monje. Mi maestro necesita de usted”.
Kuro advirtió como aquellos que había sido una invitación ahora se volvía un ansioso pedido de ayuda. El rostro de Kuro se relajó y Litho debió leer en este cambio en la cara de las sombras del monje el giro que daba su voluntad.
El muchacho sabía que debía darle todas las comodidades posibles al discípulo de Mizhou para que Kuro terminara aceptando el viaje. Dejó en el suelo la bolsa que tanto había protegido al caer. Acomodó unas vasijas de metal y otras de cerámica que milagrosamente no habían sufrido ningún daño y corrió a buscar leña. Todo con una presteza incómoda para Kuro que finalmente se sentó en el suelo a esperar. Después de todo Kuro le habían contado que era tarea del anfitrion darle comer.
Litho preparó té mientras calentaba una sopa de puerro y cortaba unas enormes rodajas de pan. El joven Litho sabía lo que era el hambre y, mejor, sabía cómo saciarlo. Kuro hacía dos días que no comía nada sustancioso, así que la bebida y la comida la aguardaba como un enfermo espera el remedio que aliviará su dolor.
Mientras le daba de comer, Litho, desplegó sobre Kuro todo su arsenal de seducción para convencerlo de viajar al Monasterio y, le prometió que al llegar, se lo atendería todavía mejor que si Bodhidarma lo visitara. A cada embate de Litho, Kuro le devolvía una mueca de silencioso desprecio.
En ese momento el joven monje se debatió en adelantarle algo de la terrible situación que vivía su monasterio, pero lo detenía el miedo de que luego de contarle porqué lo necesitaban allá arriba, Kuro saliera volando de regreso a su lugar. Después de todo no era asunto suyo que todo se hubiera dado vuelta en el monasterio de Wushi.
Se decidió a contar algo que contuviera la menor cantidad de información.
“Mi maestro, lamentablemente, se ha perdido y quizás la persona indicada para sacarlo de sus tribulaciones no sea usted, si no el mismo maestro Mizhou, pero dado que no hay tiempo y siendo usted su mejor discípulo…”
Kuro se río. No era el mejor discípulo de Mizhou, todo lo contrario.
Su maestro siempre lo definía como la espina más gruesa que atravesaba la suela de su sandalia, por eso no parecía ser el indicado para actuar en nombre de su maestro pero, en la frase, también había cierto tono que lo menoscababa, al decirle que no era el indicado, y el despreció rozó con inteligencia su orgullo y, a la vez, su curiosidad.
-¿Cuál es el problema que tiene tu maestro? –mordió el anzuelo Kuro.
Litho no contestó. Siguió sonriendo y por un momento Kuro tuvo ganas de pegarle un puñetazo para que terminara de soltar el mal que aquejaba a ese bendito maestro. «Ese maestro», pensó Kuro y se dio cuenta que el nombre se había vuelto a perder en su cabeza.
Y cómo si Litho se diera cuenta que no podía seguir manteniendo tanta tensión, exclamó, exagerando la nota, aunque aproximándose a la verdad:
-¡Mi maestro ha perdido la razón!
Eso no podía sorprender a nadie y menos a Kuro. Sabía perfectamente que todos los maestros Zen están un poco locos, pero algo no encajaba con lo dicho antes por Litho.
-¡Dijiste que me había invitado! –replicó enojado Kuro al percibir la mentira.
-Lo hizo, lo hizo, pero fue antes de perder la razón. No, no, no puedo mentirle al mejor discípulo de Mizou, lo hizo cuando ya había perdido la razón y me dijo que si en siete días no volvía con el gran Mizou cometería sepukku. Se da cuenta noble monje: sólo usted puede sacarle esas ideas locas a mi maestro.
-Yo no soy Mizhou y tampoco curo la locura.
-Ya lo sé, pero usted es lo más cercano que tengo a Mizhou –gritó Litho con un hilo de voz y en medio del llanto. Agregó- permítame por lo menos ilusionarme que usted será capaz de sacarle de la cabeza a mi maestro la idea del suicidio.
(Aquí le faltan unas líneas al manuscrito y se retoma el relato el primer día del viaje hacia el Monasterio de Wushi)
-Comencemos a caminar para poder aprovechar la luz del día, y mientras tanto le iré contando lo ocurrido –le propuso Litho.
Ambos comenzaron a trepar la escarpada cara de la montaña mientras Litho comenzó su relato:
“Hace un año un grupo de ladrones atacó nuestro monasterio. Eran unos diez pero parecían cien. El maestro nos dio órdenes estrictas de no oponernos a ellos con ninguna clase de violencia. Hasta nos pidió que colaboráramos con los ladrones a saquear nuestro propio monasterio. Después de todo, creíamos que sólo venían a robarnos comida y algunos utensilios. ¿Qué más se puede sacar de un monasterio de montaña! ¡Ni siquiera tenemos un Buda tallado en alguna piedra preciosa! ¡Ni si quiera una campana de madera! ¡Nada! La cuestión es que Odoh, el jefe de los ladrones pronto advirtió nuestro juego y quizá sólo por molestarnos quiso saber en qué creíamos. “En nada que no haya realizado y pensado un tal Sakyamuni le contesto Wushi. El ladrón no tenía la menor idea de nada, hubo que explicarle la historia del Despierto, su descubrimiento de la Vejez, la Enfermedad y la Muerte que aqueja a los seres humanos; sus búsquedas extremas e inútiles a través de la flagelación de la carne y, finalmente, su decisión de sentarse bajo el árbol a la espera de la iluminación. Alcanzada ésta su proclamación de las Cuatro Nobles Verdades y los ocho senderos de la vía, la única manera de alcanzar al finalizar la vida el exterminio total de la existencia y no volver a nacer extinguiéndose en el Nirvana, la nada.
Al escucharlo, el malvado Odoh pareció sufrir una transformación. Exclamó como un poseso: “Eso es verdad, la vida sólo es sufrimiento y nada más que sufrimiento”. Y tal vez un poco desilusionado agregó: “Ahora, siendo bueno tampoco se logra nada y para mí la única ilusión es nacer nuevamente como alguien seguramente mejor de lo que soy, porque nada puede ser más deleznable y bajo que yo”. Su gente río.
El maestro Wushi, le explicó que ahí no terminaba la vía, si no que en tiempos más cercanos un budista, llamado Bodhidarma había viajado desde su India natal a China aburrido del boato e invenciones que el tiempo y los sacerdotes le habían agregado a las enseñanzas de Buda. En China encontró que los budistas se habían degradado tanto como en su tierra. Entonces rechazó el templo que le ofreció un rey y se fue a vivir a la montaña y lanzó su propia visión del asunto: “Todos somos uno, uno somos todos, por lo tanto, debemos lograr alcanzar nuestra propio despertar y para hacerlo nada mejor que sentarse en la posición que el Tatagatha adoptó bajo el árbol Bodhi. Finalmente le habló de Dogen…”
Kuro lo hizo callar con un gesto. Habían alcanzado una cumbre luego de una subida empinadísima. La falta de aire por la altura y el cansancio no lo había dejado hablar a Kuro, pero cuando recuperó el aliento lo reprendió: “No es suficiente con decirme que tu maestro le narró el camino; soy un monje zen, no soy un traficante de opio.
-Como no me interrumpía…-se justificó Litho.
-No podía hablar, no tenía aire –explicó sofocado Kuro.
-Pensé que era mejor describirle cómo se le explicó el mensaje porque justamente lo que ese demonio de Odoh nos robó fue nuestra camino.
Kuro no entendió.
Litho le explicó casi a los gritos: “El ladrón terminó maravillado con el Zazen y lo adoptó como propio, pero a su manera”. Enseguida el monje comenzó a llorar con tal fuerza que Kuro tuvo miedo de que le hiciera mal, muriera y al quedarse sin baqueano se perdiera en la montaña y no pudiera regresar a su bote. Pero una taza de té lo calmó. Litho siguió su relato. “Sí, sí hizo suyo nuestro camino, quiero decir adoptó nuestra creencia y hasta ocupó el puesto de abad del monasterio. Comenzó a emitir Koanes cuya resolución podía ocasionarnos la muerte o amputaciones diversas. A uno de mis compañeros le cortó un brazo sólo para saber si así se podía alcanzar el Satori. Durante el zazen no se aplicaban golpes con el kyosaku si no que a cualquier distracción sus malvados aplicaban cortes con la katana. Dos monjes murieron desangrados. Uno fue cegado y a otro le estranguló su gato. Fue terrible”.
“Pobre gato”, pensó Kuro.
“A partir de ese momento mi maestro”, siguió Litho, “se limitó a exclamar que sólo Mizhou podía resolver esta invasión de heterodoxia. Dos semanas antes de este encuentro, le recordé la próxima visita del enviado de Mizhou entonces me pidió lo que yo ayer le pedí encarecidamente; que viniera a salvarnos”. Kuro comprendió por primera vez la gravedad de la situación, y además que el monje sonriente y su maestro esperaban nada menos que los liberara de ese monstruo que aún no tenía rostro y se llamaba Odoh.
Segundo Día
Sin aire no hay palabras. Por eso, recién cuando bajaron al valle desde la gran Montaña Gris prendieron fuego, comieron y, por fin pudieron entablar una conversación.
Litho le preguntó sobre Mizhou, pero Kuro prefirió conocer qué había cautivado a Litho de su propio maestro, el abad Wushi.
Apenas comenzó a hablar, el joven monje lo describía como un ser perfecto y a Kuro semejante admiración sólo podía molestarle.
Kuro sentía que Mizou era imperfecto, capaz de trastabillar en sus propios errores, pero también arrepentirse, como cualquier hombre, como debe hacerlo un verdadero maestro.
Kuro no olvidaba los errores de Mizhou. Una vez casi dejó morir de frío a un joven aprendiz en las puertas del monasterio. ¿Por qué?¿Por puro capricho?
Y esta misión que le encomendó y estaba sufriendo: tener que remar dos días río arriba, sin descanso, para entregar una carta que ahora lo llevaba a caminar tres días por la montaña… ¿Qué sentido tenía?
Algo más grave empañaba su juicio sobre su maestro. Algo que Kuro no terminaba de entender. Mizhou sabía matar, bueno, porque había matado. Kuro, recordaba un hecho que no podía entender, del que sentía rechazo pero también atracción.
Mizhou, antes de ser monje, había sido samurai. Esto hacía de él una persona más inquieta -si se quiere- que el común de los monjes. Había dejado el bushido para seguir al maestro Li. Este había nacido en China y había alentado en Mizhou el ejercicio intenso del arte del bushido, porque a través de ellos, le aseguraba Li, comprendería el arte del único y verdadero Zen. “La metáfora que comprendemos es aquella que se basa en el oficio que frecuentamos”, le había dicho Li a Mizhou. El ejemplo que le daba, no podía ser más claro. “El Cristo utilizaba metáforas sobre pastores, o pesca, para explicar ideas a pastores y pescadores. Mientras cada vez que le hacían preguntas que debía desarticular, es decir, romper su dualidad, utilizaba juegos de palabras circulares, quizás porque las ideas a la larga se muerden la cola. Así se debe entender las palabras del Nazareno cuando decía: “Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios”. O también: “Dejad que los muertos entierren a los muertos”. Por eso Li, le aconsejaba a Mizhou que entendiera todo a través de su oficio. El oficio del guerrero entiende de armas, flechas, golpes y también de la muerte. Así Mizhou siempre guió a sus discípulos a través del manejo de la espada, el arco y el peculiar arte de desarmar las articulaciones de los oponentes, dejándolos como títeres a los que se les han cortado los hilos.
Una noche dos samurai entraron con sus caballos al monasterio. Los hombres habían perdido el rumbo y vagaban ebrios por el campo hasta que dieron con el dojo. El cocinero les suplicó que se fueran, pero no era buena gente. El tenzo recibió un tajo de katana en un brazo. El pobre pidió ayuda, mientras dejaba estelas de sangre en la arena del jardín.
Ya con las espadas en sus manos habrán pensado que sería divertido destruir nuestro dojo y con las astillas incendiar el piso. Mizhou tres veces les pidió que cesaran con sus juegos y se retiraran del monasterio. La última vez le arrojaron por un hueco alguna inmundicia.
Eso hizo romper la fina cuerda del equilibrio. Mizhou nos ordenó retirarnos hacia los sembrados del monasterio. Fue a su cuarto y volvió con sus dos katanas en la cintura. Entró solo al dojo. Se escucharon dos gritos, nada más. Lo que siguió fue peor. Dos breves y graves relinchos y un golpe en la madera dio cuenta de los caballos, tan inocentes las bestias, como cándido es el sake. Luego siguió una hora de afilados sonidos. Al amanecer Mizhou pidió que caváramos a dos kilómetros del monasterio un pozo tan profundo donde cupieran dos hombres y sus dos caballos. Salió del dojo bañado en sangre. Supervisó el traslado de los fragmentos de los dos samuráis y los dos caballos hacia su nuevo hogar. El fuego redujo todo al olvido y a cenizas. Las armaduras, espadas y demás vestuarios fueron fundidos. En dos días no había quedado nada de esa visita tan inoportuna como desgraciada que tuvo el monasterio; salvo nuestro Dojo destruido y sucio que fue reconstruido en un mes.
Litho escuchó las historias sin decir una palabra. Antes de dormir le preguntó a Kuro si sabía esgrima. Había practicado pero de muy mala gana porque –como acababa de contar- su maestro se lo exigía, sólo por eso. Sabía lo esencial: se desenvaina la espada para matar de un solo tajo. “jutsu”, subrayó Kuro y enseguida se durmió.
Tercer día
La proximidad del final del camino apuro el paso de los dos monjes. Ya cerca del mediodía pudieron ver las torres del monasterio y unas horas después entraban al salón principal. El cuadro era lamentable. En la posición principal estaba Odoh, comiendo con las manos de una vasija que sostenía un joven. Lo rodeaban sus cómplices vestidos, en realidad mal vestidos, con los hábitos robados a los monjes. Estos, atentos y apenas tapados con unos harapos protegían al maestro Wushi. Su estado era deplorable. Tenía los pelos parados y su mirada se perdía en un rincón del salón. Al acercarse Kuro, Wushi pareció despertar sólo que en otra realidad.
-¡Mizhou! ¡Amigo! ¡Gracias por venir! Verás no entiendo bien porque han pasado las cosas, pero sé que sólo tú serás capaz de resolverlo.
Odoh escuchó el nombre de Mizhou, y quiso saber si realmente acababa de llegar el maestro de quien el Abad tanto le había hablado. Alguien se inclinó y le debió decir en el oído que era un error. Igual quiso ver de cerca al recién llegado. Lo hizo acercarse de la peor manera, sacudiendo una mano mientras con la otra bebía sake. Kuro se acercó.
El discípulo de Mizhou enseguida se dio cuenta que Odoh jugaba a ser el abad del monasterio, como siempre había jugado a ser el más valiente, el más brutal, el más asesino. Su vida era un permanente juego así que éste juego de monje Zen, pensó, Kuro, no lo estaba realizando tan mal. Había adoptado gran parte de los gestos de un abad: en posición de Loto, con la espalda rígida. Un solo detalle enturbiaba su papel: la katana a medio desenvainar frente a sus rodillas. Un detalle que mostraba la baja ralea del personaje y la falta de respeto al filo de su arma.
Odoh le pidió a Kuro que se sentara frente a él. Kuro lo hizo. Preguntó después de secarse la boca con la manga.
-¿Eres o no eres el maestro Mizhou?
Sin esperar respuesta exigió:
-Quiero que me expliques el secreto del Satori. Hace meses que quiero saber qué es y estos imbéciles lo ocultan o han entregado su vida a una mentira.
Kuro sintió de inmediato desprecio y se preguntó cómo había hecho el maestro (del que nuevamente había olvidado el nombre) para dialogar con alguien que se creía superior a todo, sin ser nada. Cómo no se dio cuenta que ese hombre ya estaba perdido en su condición de malevolencia y corrupción. Ya no tenía retorno y peor, se entregaba al destino sin protección.
-Te diré el secreto del Satori. Observa bien –dijo Kuro mientras se inclinaba lentamente en lo que pareció un gesto de respeto.
Kuro tomó con las dos manos la empuñadura y la vaina de la katana de Odoh. Este no llegó ni a sorprenderse. Con una velocidad de luz, Kuro se elevó hasta quedar a medias en cuclillas y a medias parado, sacó velozmente la espada de la vaina y describió un círculo perfecto en el aire que pareció no tocar a Odoh. El traslado ligero del filo cortando el aire sono a los oídos de Kuro como: “Wuuuuuuuuuushiiiii”. Justamente el nombre que hasta ese momento se le había escapado todo el tiempo de su memoria como si esta fuera un colador. Pero ese sonido hizo que no pudiera olvidarlo nunca más.
Hubo un segundo de silencio y de pronto, se observó el resultado del rápido movimiento de Kuro: el filo le había cortado el cuello casi hasta los últimos pellejos de la nunca sin terminar de decapitarlo. La cabeza cayo hacia atrás, como cae una capucha y luego su cuerpo hacia delante.
Kuro se terminó de levantar y saltó hacia atrás mientras le daba un corto pero firme sacudida a la espada lanzando la sangre del filo al suelo y con un ensayado movimiento guardó el arma en la vaina. Una coreografía que le había enseñado su maestro Mizhou cuando cortaban melones en el monasterio. No abandonó sin embargo su posición de lucha. Atento el próximo embate que lo obligara a sacar el arma. Quedaban los seguidores del criminal. Esperó entonces la reacción de los hombres de Odoh, y también la de los monjes convertidos a la extraña fe del terror impuesta por el delincuente. Todos se miraron, uno de los ladrones se puso de pie con ánimo de pelear con Kuro, pero la mirada de éste y la falta de colaboración de sus compañeros lo hizo desistir. Avergonzado salió corriendo del Dojo. Este quizás era el lugarteniente de Odoh porque cuando los monjes vieron caer frente a sus ojos el leve tul que les había hecho creer que esos hombres eran feroces e imbatibles, corrieron hacia ellos para desarmarlos. Algunos escaparon a pie o sobre la piel de sus caballos. Otros murieron. Litho observó todo sentado junto a su maestro. Ambos sonreían aunque Litho parecía contener el llanto. Wushi estaba perdido ya en su mundo resquebrajado, sólo quería que el mundo supiera que su amigo era Mizhou, “el mejor Osho que había conocido”. Litho se puso de pie sólo para volver a arrodillarse frente a Kuro, quien lo obligó a ponerse a su altura y salir del lugar. Afuera Litho pudo llorar a rienda suelta.
-Kuro, ni Mizhou hubiera resuelto tan fácilmente este asunto.
-No era difícil. Mizhou siempre dice que nada debe interponerse en el camino de un monje, incluso, si Buda se interpone en el camino, entonces se debe matar a Buda.
Litho sonrío porque entendió.
-Sólo hice lo que mi maestro me enseñó.
Kuro fue acompañado por Litho y otros dos monjes hasta su barca. Litho lo saludo en el embarcadero y los dos monjes le sirvieron a Kuro de remeros y cocineros.
El regreso, como todo aquello que termina fue más diligente que la subida.
En la embarcación respiró hondo y se acomodó para descansar todo el tiempo que le permitiera el descenso río abajo. Poco antes de entrar en el sueño vio como una oruga caminaba por el borde de la embarcación dejando a su paso una fina línea de baba que había esquivado una serie de clavos que sobresalían del borde de la barca.