Por Daniel García Molt
El 20 de julio pasado se cumplieron 50 años del primer alunizaje y también se habrá cumplido, o no, (escribo un día antes del sábado 20) la profecía de Chico Xavier o, si no se cumple habrá quien explique porqué no se cumplió, y así nos deje tranquilos y preparados para una nueva profecía.
En lo que concierne a mí, el milagro se produjo el 20 de julio de 1969, justamente en una época donde no se creía en milagros, si no, más bien en la revolución social, el fin del capitalismo y la pronta construcción de un estado socialista, o que la ciencia nos iba a curar hasta la caspa; temas estos que estaban en el ambiente y sonaban con más fuerza que las incontables creencias, mitos y profecías que se han lanzado estos últimos años y ninguna se ha cumplido; (es cierto, la del estado socialista perfecto tampoco)
El milagro que viví esa noche o mejor dicho, madrugada ocurrió, (¿En que otro lugar puede ser?) en Capilla del Monte.
Ubiquémonos en la época para valor lo que fue presenciar en directo uno de los hechos históricos más importantes de la humanidad en un lugar pequeño entonces, rodeado de sierras.
Para quienes hoy llevan en su bolsillo un celular que les permite comunicarse con todo el mundo, incluso hacerlo a través de imagénes, seguramente les resultará extraña una época donde no abundaban los teléfonos en las casas, y llamar desde la empresa de teléfonos Entel, podía tardar horas en temporada alta y, veces, si había tormenta, días…
La señal de Córdoba que recibían las televisiones del valle eran retransmitidas por una antena ubicada en Los Cocos. Señal que no siempre era muy potente, o casi nunca, y si había tormenta o un viento fuerte, la imagen directamente se desbarataba como un rompecabezas tirado al agua. Esa débil señal llegaba a las antenas que se instalaban sobre los techos que también se desajustaban periódicamente, ya sea por los pájaros que se posaban en ellas o los fuertes vientos que las hacía dar vuelta como una veleta, y terminaban apuntando a cualquier lado.
Los televisiores eran unos cajones enormes llenos de válvulas que levantaban temperatura y no pocas veces se quemaban estallando como una granada de mano. La imagen de las pantallas era blanco y negro con una definición intolerable para espectadores actuales. No quiero exagerar pero a veces uno tenía que adivinar la imagen como un Test de Rorschach.
Ah, casi me olvidaba. El televisor tenía un compañero: el transformador, que era una caja más chiquita pero pesadísima que se dejaba en el piso para que no aparecieran unas rayas negras arriba y abajo de la pantalla y aplastara la imagen de la gente que aparecía en el televisor convirtiéndolos en unos enanos deformes. Cuando menciono problemas en la imagen me animo a afirmar que ocurrían día por medio: cortes de señal, mala señal, válvulas que se recalentaban y había que apagar la Tv por un rato para que se enfriara. Mi abuela para todos esos problemas que se presentaban tenía una solución: recurrir a Ramos, un técnico a quien le confiaba ciegamente su televisor. Ramos aparecía en casa con una frecuencia que se volvió casi como un pariente. Sus servicios eran como lo de una ambulancia, paraba el coche, a veces ni abría el portón, lo saltaba, miraba el aparato, y tocaba algo o subía al techo. Eso justamente era lo que más admiraba mi abuela. Ver a Ramos subir al techo, acomodar la antena y bajar de un salto. “Es como un gato”, decía mi abuela, y debo reconocer que me acuerdo de las trepadas de Ramos al techo, y sus saltos ornamentales para caer junto a la parra y salir corriendo hacia su coche para ir como un médico en época de fiebres a visitar a sus pacientes. Pero más allá de contar con un técnico de confianza, mirar en directo el alunizaje en plena sierras de Punilla resultaba por lo menos un absurdo.
Hagamos el recorrido mentalmente. De la cámara en la Luna las señal debía recorrer 400.000 kilómetros para llegar a Cabo Cañaveral, de ahí enlazar un satélite de los pocos que había en ese entonces, y descender a algún lugar que debo reconocer, creía era directamente a un canal de televisión para transmitirlo de Buenos Aires a Córdoba en coaxil, suponía entonces (me acuerdo las transmisiones que se hacían desde Rosario en Sábados Circulares de Mancera, donde apenas se entendía lo que se veía y se escuchaba), y de Córdoba trepar hasta la antena de Los Cocos, que dadas las dificultades de recepción uno la imaginaba poco menos que como un alambre atornillado a una caña y de ahí hasta la antena de la abuela.
Creo que desconocía, o por lo menos no sabía, que la Estación terrena de Balcarce, una antena parabólica, que recién se inauguraría unos meses después, se habilitó para la ocasión y permitió bajar la señal desde un satélite intelsat III, lo que ya acortaba distancias. Pero quedaba Buenos Aires, Córdoba y lo que era peor: Córdoba, Los Cocos, Capilla del Monte (casi el servicio rápido de La Capillense) y, por último, el televisor de mi abuela.
Hubo cierta garantía de que el equipo revisado y ajustado por Ramos funcionaría, pero todo lo demás, incluido que los astronautas pudieran descender en la Luna con ese aparato tan raro parecido más que a un esqueleto de una nave sin carrocería, lo llevara a la superficie selenita. Ese sería el momento crítico de la misión y el instante que, según decían, sería retransmitidos al mundo entero. De esta posibilidad no me hice ninguna ilusión; tal vez en Buenos Aires, imaginé, mi papá que se había tenido que quedar por trabajo, lo viera, pero en Capilla, metidos en el valle, con antenas y equipos tan poco fiables, dudé.
No recuerdo cómo transcurrió el día 20 pero supongo que mi escepticismo me llevó a acostarme temprano, como todos las noches frías de julio.
Lo que sí recuerdo es cuando me desperté al abrirse la puerta del cuarto y mi mamá y mi abuela empujaron el carrito que soportaba el televisor y lo metían en el cuarto para que pudiera ver a Neil Armstrong caminando sobre la Luna. Es difícil transmitir la sensación que sentí.
No podía creer, no que caminaran sobre la Luna, si no que yo pudiera verlo, luego supe, que en esa visión en Capilla del Monte me acompañaron millones de seres humanos en la Tierra. No creo que me haya emocionado en ese época. La emoción viene con los años, cuando los recuerdos van quedando lejos y se encienden de pronto cuando surgen estas efemérides. Pero cada vez que rememoro ese momento, en que con 12 años miré en la pantalla del televisor a a esos dos hombres caminar sobre la Luna siento la emoción de haber presenciado un milagro logrado por la ciencia y también por Ramos, el técnico del televisor.
Si estás leyendo esta nota desde la aplicación puedes colaborar con nuestro autor en el siguiente link.
Gracias Daniel!!! Qué descripción tan maravillosa de un suceso que, a cada uno le habrá tocado vivir a su forma ( los que lo vivieron), pero lo que vos compartís es tan genuino, tan personal !… Qué habrá sido de Ramos? …Creo que nunca pudo haber imaginado que trascendería hasta el 2019…
Gracias