Basta mirar el cielo nocturno para comprender lo pequeños que somos. Basta mirar las estrellas y comprender cómo lo inmutable y lo intangible está fuera de nosotros, y estando fuera, allí, sirve de alivio a nuestro frágil cotidiano.
Los orientales veían en el cielo a lo masculino y en la tierra a lo femenino. Y no está mal esta visión, porque si hay algo inmutable y permanente es el cielo, moviéndose de horizonte a horizonte con una sincronicidad espeluznante. Y tal vez por eso cuando vemos estrellas que se caen, o luces en movimiento, pensamos en un fenómeno especial, porque eso que se mueve está fuera del régimen del cielo, no es el cielo.
La teoría del ying y el yang es muy compleja, lo masculino o femenino está regido por leyes muy profundas, siglos de estudios han dividido al mundo en dos categorías: lo blando y lo duro, lo activo y lo inactivo, etc. Si el cielo es masculino debe ser porque nos da un sostén. El sostén del cielo es su inmutabilidad. Y no es casual que las grandes ciudades se ocupen de iluminar la tierra en desmedro del cielo. Se intuye que en el afán de alumbrar lo que está aquí debajo perdemos de vista aquello inmutable que está allí arriba.
Venimos de las estrellas dicen muchos esotéricos, místicos, pensadores.
Es probable. Decir que venimos de las estrellas es decir también que venimos del fuego.
En «Las doradas manzanas del sol», de Ray Bradbury, los integrantes de una nave espacial intentan capturar la esencia del sol y anuncian que desde ese momento tendrán un norte.
Fuego primigenio, original, inmutable, aquello que nos constituye hasta el final de los días.
Qué difícil es unir eso con las obligaciones, energías y movimientos terrestres. ¿Será que está desmadrado el mundo y por eso nos cuesta unir lo inmutable con lo terrenal y lo cotidiano? ¿O será que estamos aquí para lograr la máxima hazaña como humanidad: unir el fuego del cosmos con nuestro fuego y transformar la tierra en pura luz?
Por lo pronto a mí me gusta mirar el cielo y me recuerdo mirarlo, no para descubrir lo que se mueve sino para redescubrir lo que está inmóvil y es duradero.
Mirar el cielo, sacarse la tierra de los ojos. Que la tierra vuelva a la tierra y los ojos al cielo.
Pablo Solís
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