Editorial programa de radio Uritorkidas Mayo 2010
Para mi padre siempre existió algo más importante que el dinero y eran los libros. Decía que el dinero podía perderse pero lo que se aprendía, el conocimiento, no.
Es por eso que para él lo máximo era tener una educación, estar formado intelectualmente.
Viniendo de una familia de obreros este concepto que mi padre había encontrado desde su propio sentir, fue tal vez mi mejor herencia. Aunque debo decir que muchas veces veía como él y sus amigos utilizaban los supuestos saberes para competir. Recuerdo en aquellas noches del sur de la provincia de Buenos Aires como se juntaban antes o después de hacer teatro, a demostrar quién sabía más de tal o cual tema. Las discusiones subían de tono y llegaban a veces no a las trompadas, pero si a que alguno se levantara de la mesa acusando al otro de impertinente o de pedante, acusación habitual entre intelectuales que creen en la palabra.
Para mí estas eran discusiones sin sentido pues se edificaban sobre la competencia, tratar de ganarle al otro y demostrar que sabían más que el otro, era el punto de apoyo de aquellos tomadores de café.
Pero vistos de lejos estos encuentros me resultan valiosos y también me recuerdan que en la actualidad hay muy poca gente juntándose en los cafés a hablar de poetas, músicos, artistas o movimientos filosóficos.
Casi todos los integrantes de esas mesas eran autodidactas, y buscaban, miraban y ampliaban su mirada a partir de los libros. La mayoría de aquellas personas hoy están o muertas o son muy viejos y los que quedan activos en el mundo están en otras cuestiones. Porque ya se sabe que esas cuestiones parecen terminadas, y sobretodo parecen terminados esos largos tiempos en donde se juntaban a hablar, a nada más que hablar hasta la madrugada. Alguno pensará que eran bohemios, que no trabajaban, que vivían de rentas. Pero no, todo lo contrario, al otro día todos se levantaban temprano, se levantaban a hacer sus oficios que no eran justamente intelectuales, había entre ellos un actor que se levantaba a las 4 de la mañana para ir a recibir las medias reses ,pues era dueño de una carnicería.
Parecía que la palabra, el encuentro, y sobre todo lo que se leía y pensaba tenía algún sentido discutirlo entre amigos.
Y si bien, como digo, el sentido a veces se perdía en una necesidad de demostrar quién era el que más sabía, era algo vital para afrontar el mundo que había afuera, ese que se veía venir y que después vino. Un mundo sin palabras, un mundo sin libros.
Bradbury imaginó a aquellos bomberos quemando los libros, pero no imaginó que los libros se perderían por el afán de crecimiento de otras cosas regadas con el agua consiente y turbia de las corporaciones y el fertilizante inconsciente de las personas.
Es cierto que el pensamiento intelectual demostró ser insuficiente para accionar en el mundo, pero también es cierto que el pensamiento posmoderno resulta ser egocéntrico , desconectado de los demás, atento a la moda , a la forma y no al contenido.
Pero más allá de los análisis, extraño a ese grupo que se juntaba a discutir sobre cuestiones inmateriales. Me enseñaron que no importa donde estemos, ni cuanto tengamos, siempre hay algo que uno puede desarrollar desde adentro. Y lo más importante, me enseñaron que no estamos solos en este desarrollo, pues hay una antigua tradición, y es justamente la tradición de aquellos que creen que hay un desarrollo que puede efectuarse y que no consiste en tener cosas. Por eso compro libros aunque no tenga mucho dinero, se que mientras haya en la biblioteca, no seré pobre.
Pablo Solís
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