Jorge Bucay en su libro “El camino de la autodependencia” escribe esta versión de un antiguo cuento oriental, llamado también los monjes reilones.
Había una vez en la antigua China, tres monjes budistas que viajaban de pueblo en pueblo dentro de su territorio ayudando a la gente a encontrar su iluminación. Tenían su propio método: Todo lo que hacían era llegar a cada ciudad, a cada villa, y dirigirse a la plaza central donde seguramente funcionaba el mercado. Simplemente se paraban entre la gente y empezaban a reír a carcajadas.La gente que pasaba los miraba extrañada, pero ellos igualmente reían. Muchas veces alguien preguntaba: ¿De qué se ríen? Los monjes se quedaban un pequeño rato en silencio…se miraban entre ellos y luego, señalando al que le preguntaba y apuntándolo, retomaban su carcajada. Y sucedía siempre el mismo fenómeno: la gente del pueblo, que se empezaba a reunir alrededor de los tres para verlos reír, terminaba contagiándose de sus carcajadas y tornaban a reír tímidamente al principio y desaforadamente al final. Cuentan que al rato de reír, todo el pueblo olvidaba que estaba en el mercado, olvidaba que había venido a comprar y el pueblo entero reía y reía y nada tenia la envergadura suficiente para poder entristecer esa tarde.
Cuando el sol se escondía, la gente riendo volvía a sus casas; pero ya no eran los mismos, se habían iluminado. Entonces, los tres monjes tomaban su atado de ropa y partían hacia el próximo pueblo.
La fama de los monjes corría por toda China. Algunas poblaciones, cuando se enteraban de la visita de los monjes, se reunían desde la noche anterior en el mercado para esperarlos.
Y sucedió un día que, entrando en la ciudad, repentinamente uno de los monjes murió.
“Ahora vamos a ver a los dos que quedan – decían algunos – , vamos a ver si todavía les quedan ganas de reír”…
Ese día mas y mas gente se junto en la plaza para disfrutar la tristeza de los monjes que reían, o para acompañarlos en el dolor que seguramente iban a sentir.¡que sorpresa fue llegar a la plaza y encontrar a los dos monjes, al lado del cuerpo muerto de su compañero…riendo a carcajadas! Señalaban al muerto, se miraban entre si y seguían riendo. “El dolor los ha enloquecido – dijeron los pobladores- .Reír por reír esta bien, pero esto es demasiado, hay aquí un hombre muerto, no hay razón para reír”. Los monjes, que reían, dijeron entre carcajadas: “Ustedes no entienden… él ganó… él ganó…”, y siguieron riendo.La gente del pueblo se miraba, nadie entendía. Los monjes continuaron diciendo con risa contenida: “Viniendo hacia aquí hicimos una apuesta…sobre quien moriría primero…Mi compañero y yo decíamos que era mi turno…porque soy mucho mayor que ellos dos, pero él… él decía que él… iba a ser el elegido… y ganó …” Y una nueva andanada de carcajadas los invadió.
“Definitivamente han enloquecido –dijeron todos-. Debemos ocuparnos nosotros del funeral, estos dos están perdidos”.
Así, algunos se acercaron a levantar el cuerpo para lavarlo y perfumarlo antes de quemarlo en la pira funeraria como era la costumbre en esos tiempos y en ese lugar. “¡No lo toquen! –gritaron los monjes sin parar de reír-. No lo toquen…tenemos una carta de él…él quería que en cuanto muriera hicieran la pira y lo quemaran así… tal como está… tenemos todo escrito… y él ganó… él ganó”. Los monjes reían solos entre la consternación general. El alcalde del pueblo tomó la nota, confirmo el último deseo del muerto e hizo los arreglos para cumplirlo. Todos los habitantes trajeron ramas y troncos para levantar la pira mientras los monjes los veían ir y venir y se reían de ellos.Cuando la hoguera estuvo lista, entre todos levantaron del suelo el cuerpo sin vida del monje y lo alzaron hasta el tope de la montaña de ramas reunidas en la plaza. El alcalde dijo una o dos palabras que nadie escucho y encendió el fuego. Algunos pocos lagrimeaban en silencio, los monjes se desternillaban de la risa. Y de pronto, algo extraño sucedió. Del cuerpo que se quemaba salió una estela de luz amarilla en dirección al cielo y explotó en el aire con un ruido ensordecedor. Después, otros cometas luminosos llenaron de luz el cuerpo que se quemaba, bombas de estruendo hacían subir los destellos hasta el cielo y la pira se transformó en un increíble espectáculo de luces, que subían y giraban y cambiaban de colores y de sonidos espectaculares que acompañaban cada destello. Y los dos monjes aplaudían y reían y gritaban: “¡Bravo… Bravo…!” Y entonces sucedió. Primero los niños, luego los jóvenes y después los ancianos, empezaron a reír y a aplaudir. El resto del pueblo quiso resistir y chistar a los que reían, pero al poco tiempo todos reían a carcajadas. El pueblo, una vez mas, se había iluminado. Por alguna razón desconocida, el monje que reía sabia que su fin se acercaba y, antes de morir, escondió entre sus ropas montones de fuegos artificiales para que explotaran en la pira, su última jugada, una burla a la muerte y al dolor, la última enseñanza del maestro budista:“La vida no finaliza, la vida solo nace una y otra vez”.Y el pueblo iluminado… reía y reía