Por Pablo Solís Gariboldi
Para algunos es fácil expulsar las palabras como si fueran dardos o cuchillos, pero yo me debato entre decir o no decir.
A partir del uso de las redes sociales la palabra ha dejado de tener peso, ellas permiten decir cualquier cosa a cualquiera sin remordimientos. Lo virtual, sin embargo, está escrito en el agua, aquello que se escribe rápido también se puede borrar rápido.
Este siglo, a diferencia de otros, está plagado de palabras escritas que se abarrotan en millones de ordenadores y dispositivos. Son las repentinas palabras que no nos dan tiempo a pensar. Porque a pesar de tantas palabras, pensar se transformó en algo antiguo y pasado de moda. Cada vez son menos los pensantes, los que se detienen, como hacían algunos de nuestros abuelos, a masticar las ideas y a tragarlas, a digerirlas. Las palabras son como la comida chatarra, rápidas, huidizas, ausentes de vitaminas, repletas de la grasa de la ambigüedad.
Y no es que aquel otro mundo, apoyado en la palabra edificada en la razón, era perfecto. Ya sabemos que el sueño de la razón produce monstruos y que la razón necesita antes que nada palabras.
Pero independientemente de todo esto, y de saber que el uso de la palabra libre es un derecho, sé que la palabra que se dice por la boca puede herir pero que la palabra escrita hiere con más tangibilidad. Uno puede acuchillarse de palabras escritas hasta el hartazgo, leer una y otra vez la despedida del ser amado, los insultos, las cartas de suicidio…
Es por eso que me debato entre decir o no decir. La pregunta que me hago es: ¿qué consecuencia tendrá la palabra que yo escriba? E irremediablemente no pienso en el hoy, sino en la consecuencia a largo plazo, pienso en el karma.
Cualquier periodista serio se reiría de esto. Pero es lo que me pasa.
Como dice el budismo tibetano: cada acción genera una reacción. Vivimos en un mundo de acciones que reaccionan en cadena y nuestras antiguas acciones condicionan nuestro presente así como estamos condicionando el futuro con las acciones de hoy.
Llevado a un medio comunicacional el cuestionamiento sobre lo que escribo me hace estar en un constante replanteo y ésta es una de las razones por las cuales Uritorkidas dejó de salir por un tiempo. Pero hay algo que vuelve una y otra vez… y es la necesidad de decir, y sobre todo de escribir sobre lo que siento y pienso.
Sé que las palabras no cambian los hechos. La palabra no hará que un dictador sea menos dictador. En ese sentido escribo con la conciencia de la nulidad de la palabra. De la impotencia de la palabra, de la escasez que tiene la palabra para con los hechos.
Como dice el dicho: Hechos no palabras.
Sin embargo, ante la necesidad de expresar lo que siento, me digo: “No, de eso no hablemos”. “No, esto puede molestar a unos u a otros”. Y me callo, pero al rato la palabra vuelve, se agita, quiere decir y entonces sucede que la cerrazón de lo no dicho se transforma en la apertura de lo dicho.
No es esta palabra expresada en contra de alguien, sino casi siempre en contra de una situación que me indigna. Alguien alguna vez me habló de la “justa indignación”, que es aquella que surge cuando una injusticia es evidente.
Me educaron para aguantar la iniquidad. El sistema educativo machacó sin detenerse en la necesidad de aguantarse y callarse. Primero en el cuerpo, pero sobre todo en la boca. Desde pequeño me rebelé ante eso.
Sepan aquellos que se sienten tocados por lo que escribo, que lejos estoy de querer ofenderlos. La culpa la tiene la palabra, es ella que quiere salir como la mariposa, como el pájaro carpintero, como el sol, que no se aguanta sola, quieta, ni apaciguada. Ella es la que insiste, la que boga por expresarse, en gritos y en susurros, pero siempre sincera.
Dicen que los santos ven el mundo perfecto. Todavía no llego.