Por Rubén Garibotti
Silencio en el bosque, un insecto aquí y otro allá,
una lechuza en algún lugar no muy lejano.
La luz de la luna se derrite por entre las ramas de pinos y abedules.
Varias casitas se desparraman escasas, apenas iluminadas.
Lejano, el sonido del arroyo trae la paz y la reflexión.
Inesperadamente suena una campana, muy aguda, muy tenue, muy armónica.
La atención se instala en la calurosa atmósfera de verano.
Un instante, dos instantes, tres instantes y vuelve a sonar.
Un instante, dos instantes, tres instantes y vuelve a sonar.
Silencio…
Ahora suena otra campana, pero más grave.
Un instante, dos instantes, tres instantes y vuelve a sonar.
Un instante, dos instantes, tres instantes y vuelve a sonar.
Los habitantes de las casitas salen para escuchar a esas intrusas
que armonizan en la paz de la noche.
Es agradable! Se decían, pero quién será? De dónde vienen los sonidos?
Parecían provenir de la montaña.
Vivía un anciano allí hace muchos años.
Los niños no lo conocieron, sus padres apenas lo recordaban.
De pronto, el sonido de otra campana, esta vez media, hizo acallar sus pensamientos por un segundo… otra vez la atención.
Un instante, dos instantes, tres instantes y vuelve a sonar.
Un instante, dos instantes, tres instantes y vuelve a sonar.
Ah!! Ahora sí!, viene de la montaña!
Pero era imposible que el viejo aún viviera,
y menos que tocara unas campanas que jamás habían escuchado antes.
Una suave melodía con campanas de todos los tenores interrumpió sus voces. Muy tenue, muy armónica. Era una composición muy antigua.
Cada vez más compleja, esta melodía vuelve a arrancarlos de sus reflexiones.
Esta vez no pudieron volver a ellas porque las campanas no se detenían
y ellos no podían sustraerse a su belleza.
Se detuvieron sus pensamientos,
ya no necesitaban decidir quién y dónde tocaba las benditas campanas.
Sólo disfrutar de ese momento que es el Aquí y el Ahora.
Toda la noche duró el festival.
Las campanas sonando y la gente sentada escuchando, solo escuchando.
Cuando la claridad se insinuó por detrás de la montaña, las campanas dejaron de sonar. Así de simple. Nadie renegó de ello.
Todos se sentían agradecidos al anciano por haberles dado la oportunidad en esta vida de escuchar tan hermosos acordes.
El silencio era perfecto, el amanecer era claro y todavía estrellado.
Quisieron honrar a aquel anciano que los había devuelto a la vida.
Subieron la montaña con gran esfuerzo y treparon hasta que consiguieron ver un claro en el que una casita de madera, se esforzaba por mantenerse en pie.
Del travesaño de la galería colgaba una vieja, rota y oxidada campana.
Nada en la casa. Nadie en la casa.
Rubén Garibotti
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