Editorial 2009 Radio Uritôrkidas
El procedimiento de la racionalización del mundo comienza poniéndole nombre a las cosas. Puesto un nombre usted puede categorizar, estructurar, delimitar, decir lo que es bueno o malo.
El sumun de este pensamiento es aquel que redefine constantemente los nombres de las cosas, aquel que busca porqué algo se llama como se llama, analiza las consecuencias de ese nombramiento, le da a las cosas su justa categorización y se pregunta constantemente de donde viene y a donde va eso.
Es un mundo alucinante el de la lingüística y el de la semiología. Porque nos damos cuenta que las denominaciones se instalan y desde ese instalarse actúan sobre nosotros como entidades y nos gobiernan.
No soy filósofo ni semiólogo pero intuyo que para que exista este gobierno tiene que existir la palabra. Y sin la palabra aún tenemos el lenguaje gestual y más allá o más acá del lenguaje gestual el lenguaje energético.
Estos tres lenguajes, el de la palabra, el de lo gestual y el energético a veces van juntos, a veces se disocian, dicen cosas opuestas, luchan entre sí. Creo que eran los griegos quienes decían que la armonía y la belleza surgían de una adecuada sincronización de estos tres lenguajes.
No es casual que estos elementos se utilicen en la creación de un personaje cuando se hace teatro, son elementos fundamentales para constituirnos como personas o al menos para constituirnos en una personalidad, y en la personalidad que se ve, que se escucha y que se siente desde afuera.
Aprender a decodificar es en algún punto aprender a estar en el mundo.
Los sabios y santos no se alteran con lo que decodifican. Saben que todos somos uno y parte de lo mismo y que ese lenguaje de signos que se expresa es un viejo juego al que los hindúes llaman Maya.
Decodificar es sano, decodificar y enjuiciar es entrar en el juego de la ilusión. No somos esos signos ni lo que esos signos expresan, somos más que eso. Más adentro y más allá.
A mí siempre me impresionan las recetas que se imponen. Aquellas que generan división, las que se ponen de moda y se aceptan como verdades absolutas.
Hay una necesidad constante de cercar, sellar, ordenar, poner las cosas en «su sitio» que habla de una falta de fe en el espíritu humano y en el acontecer de la naturaleza. Los predicadores de la verdad son muchos, pero la verdad que necesita ser predicada no es la verdad.
Muchos dicen que Dios tuvo que nombrar las cosas para crearlas y que el universo salió de esos nombres, pero, aunque este estudio antiguo y sagrado sea interesante, me parece que es una idea demasiado humana para ser real.
Dios no predica, no habla, no tiene ministros, ni manda gente al mundo para que haga su designio, no hace una tabla Excel con los pareceres de la verdad para que nos atengamos a ella. El lenguaje de Dios si es que lo hay, está hecho de signos personales y privados, signos que cada uno tiene que descifrar y son particulares para cada uno. Por eso cuando nos atenemos al alma son casi inútiles los consejos, las prédicas, las religiones organizadoras, las creencias generalizadas. Pueden actuar ellas como reflejo de algo personal que nos permite acordar con los demás un canon para tomarnos de la mano y hacer la ronda de lo que para nosotros es lo importante, pero nunca pueden ser lo fundamental.
Para mí lo fundamental es algo más profundo. Algo que no se puede nombrar, algo sutil y al mismo tiempo concreto, práctico, material. Sin palabra, sin tiempo y sin lugar. Más allá y más acá. Dentro y muy lejos.
Pablo Solís