La historia de còmo llegò este cuento a Uritôrkidas parte de una formulación arquetípica que está relacionada al mismo cuento y a cierta estética muy apreciada por Borges en donde detrás de las casualidades se entreteje una trama sincrónica . La cuestión es que “caí” en el crimen zen buscando “cuentos zen” por internet . Ya sabemos que los buscadores no distinguen geografías, ni distancias, me gustó el cuento y me conecté por un email colgado en la red con el autor solicitándole un permiso que otorgó. Busqué para saber quién era este tal García Molt y resultó ser el guionista y co guionista de varias películas argentinas ( “Nueces para el amor” ,“El juego de Arcibel”, “Una estrella y dos cafés”, “Isidoro, la película” ). Ninguno de los dos sospechamos vernos personalmente, pero en un locutorio/ciber de Capilla nos encontramos de “casualidad”.Y me enteré que “casualmente” García Molt viene a Capilla del Monte desde pequeño y vive un tiempo en esta ciudad y otro tiempo en Buenos Aires. Es así que la navegación cibernética, Daniel García Molt y yo , conformamos una especie de encuentro Kármico donde el lector se verá beneficiado.Gracias Daniel.
Crimen Zen
El monje Kuro viajó a Osaka para encontrarse con Mizou, su maestro y abad del monasterio Dorado.
En la sala de recepción Kuro fue recibió por un Mizou delgado y fatigado, casi un desconocido. Recién cuando el anciano sonrió, Kuro, tuvo la certeza de que se reencontraba con su maestro y su pasado. Hacía treinta años que no estaban frente a frente, aunque uno sabía casi todo del otro. Desde la separación se escribían periódicamente unas largas y prolijas cartas en papel de arroz donde se contaban hasta los mínimos detalles de sus días. Por eso, al recibir la nota de ligeros ideogramas donde Mizou reclamaba su presencia, Kuro supo que su maestro tenía un problema.
Kuro le preguntó:
Maestro ¿para qué me ha convocado?
Mizou suspiró hondo y respondió:
Hace dos semanas, en el salón de meditación hallamos a un monje echado sobre el piso con la cabeza quebrada. De inmediato, pensamos con horror que le habían pegado con un kyosaku. No fue así. Horas después, el cocinero del monasterio descubrió entre la basura que se quemaba en la caldera un garrote con uno de los extremos ensangrentados. Mizou bajó la vista, no agregó nada más. Kuro creyó que estaba pensando, pero un leve silbido le señaló que su maestro se había dormido. Luego le contaron que Mizou padecía de unos repentinos ataques de cansancio que lo sumían en un profundo sueño en cualquier momento, salvo, le aseguraron, cuando practicaba zazen. Kuro despertó a su maestro con una pregunta.
¿Me llamó para resolver el crimen?
Mizou abrió los ojos. Enseguida extrajo de entre sus ropas un abanico y comenzó a darse aire, quizás, para seguir despierto.
Si se trata de un crimen agregó, enigmático, Mizou; y ya nada más dijo.
El cadáver del monje había sido cremado una semana atrás y sus cenizas arrojadas a los jardines del monasterio. Por lo tanto, del conjunto de circunstancias y objetos que rodeaban el crimen, Kuro tan sólo podía contar con dos débiles testigos para su investigación: el arma y el lugar.
El garrote, pensó Kuro, debió usarse antes del crimen para realizar tareas relacionadas con la disciplina o la destrucción. Ese palo de madera pudo haber matado antes a animales o personas, y en el futuro podía continuar con ese raid delictivo. Un garrote no es culpable de nada, pero su forma y estructura le infunde una precisa vocación mortífera. Por eso, el monje, avisado del futuro que le aguardaba a la madera, y lo poco que podía inferirse de la mancha de sangre seca de su extremo, ordenó ajusticiar al garrote quemándolo en la misma caldera donde el criminal había intentado hacerlo desaparecer.
La otra prueba era la mancha oscura en el piso del dojo.Habían pasado más de dos semanas del hecho, pero el dibujo sobrevivía pese a las prácticas diarias de zazen, la limpieza y el lustre que soportaba. Ni los trazos más débiles se habían borrado. De la cerrada mácula salían miríadas de diminutas manchas en forma de abanico, que permitían conocer la posición exacta desde donde el asesino había desatado el golpe sobre el monje, y el lugar donde su cabeza rota había caído. Era un buen comienzo para la investigación.
Luego de reconocer el lugar del crimen, Kuro, se dedicó a interrogar a los compañeros del monje. Habló con los sirvientes, los encargados de las caballerizas y los postulantes, los monjes ordenados, los bodhisattva, los cuatro tenzos de las cuatro cocinas, como también, los demás habitantes de ese monasterio que albergaba a casi mil personas. Reconstruyó cada detalle de los últimos momentos del monje a través de cientos de relatos. Luego entrecruzó las declaraciones de uno y otro buscando alguna contradicción, repetición engañosa, olvido intencional o accidental. La tarea le llevó semanas. Las mil coartadas que le ofrecieron sus entrevistados resultaron posibles y, peor, verdaderas.
Kuro sintió la turbación de quien se siente inútil. Una noche regresó al dojo. Se sentó en posición de loto cerca de la mancha. Dispuso a su lado la pequeña lámpara de aceite que lo había guiado desde su cuarto hasta el salón, y frente a él ubicó una hoja de papel, un tintero y una pluma. Se proponía interrogar a su mente sobre lo sucedido semanas atrás. La breve luz hacía titilar las pequeñas manchas de sangre inscriptas sobre el piso de madera hasta hacerlas arder. Vació su mente mirando fijamente la gran mancha y las ínfimas motas que parecían fluir desde ella. Vació su mente.
Entonces, escuchó, de pronto, dentro del impalpable vacío el golpe que había terminado con la vida del monje. La acción se había detenido, pero el sonido no cesaba aún. Se multiplicaba una y otra vez como un eco infinito. La respiración de Kuro se volvió casi imperceptible y su cuerpo comenzó a vibrar, el entorno también comenzó a titilar hasta fundirse con su cuerpo, y su cuerpo con lo demás. En ese instante, una ráfaga de viento apagó la llama de la lámpara. Kuro sintió un escalofrío que se resolvió en una sensación de impotencia. Se escuchó lamentarse: «cuando parece más cerca, es cuando me alejo más». Sacó de su túnica dos piedras de chispa y tanteó con su mano el piso en busca de la lámpara. Un sonido opaco le indicó que su mano ciega había volteado el tintero. Miró hacia el cielo raso con ganas de insultar a Buda, pero sonrió: insultando se insultaba. Por fin logró encender la lámpara, y la llama le mostró el tintero volcado sobre el papel, mejor que eso, vio la mancha irradiada dejada por la tinta sobre la superficie del papel, entonces comprendió.
Corrió a despertar al perito calígrafo del monasterio. Le pidió que calcara con papel de arroz la mácula del piso. Le pidió que lo hiciera sin perderse el menor detalle de las miríadas de gotitas de sangre seca salidas de la cabeza del monje. El trabajo fue arduo. El perito calígrafo concluyó la tarea dos días después. La copia de las grandes y pequeñas gotas de sangre resultó exacta. Hizo colgar el papel de dos metros por dos metros de una de las paredes de su cuarto y comenzó su tarea. Primero fueron las gotas más alejadas del lugar donde había caído la cabeza, por lo tanto eran las más pequeñas. Tomó nota de su forma y tal cual lo sospechaba, si bien los signos menguaban de tamaño, su forma se repetía en determinados períodos. Dos formas que se sucedían, una detrás de otra le dieron la clave, entonces escribió, junto a la forma celular que precedía a la siguiente, la palabra “Muerte”, y en la otra “Nacimiento”. No fue fácil descifrar el enigma que encerraban los recuerdos, pero lo logró. Fijando el comienzo y el final que precede al nuevo comienzo terminó por escribir un diccionario de las acciones de esa vida, es decir, trazó las sucesivas reencarnaciones del monje. Sin demasiada sorpresa observó que los hechos más triviales creaban núcleos de karma que se repetían incansablemente casi con los mismos errores. El monje asesinado había sido mujer, hombre, animal, planta y mineral, pero esa información no era nada comparada con el hecho de descubrir al asesino del monje mucho antes del crimen en el salón de meditación. El criminal había comenzado su bestial tarea millones de eones atrás. Este había sido esposa, hijo, enemigo de las reencarnaciones previas del monje, pero también había sido víctima de éste. Uno y otro parecían perseguirse a lo largo del tiempo. En una reencarnación el monje lo había apuñalado y en otra le había dado hijos tristes, lo había ahogado, se habían emborrachado juntos de felicidad, siempre repitiendo una serie de argumentos que terminaron por aburrir a Kuro. Pasó entonces por alto los capítulos de las muchas vidas del monje y se centró en la lectura de las últimas cientas de gotas que contaban su final. No le resultó difícil identificar a su asesino, incluso muchos años antes de que éste pensara en matarlo. Leyó con atención la mente del monje, y poco a poco se sintió arrebatado por pensamientos y acciones que hicieron enrojecer de vergüenza a Kuro. En esta vida el monje muerto había sido en realidad el victimario de un pobre mozo de las caballerizas, uno de los tantos con quien Kuro había conversado y recordaba muy bien. Leyó incluso el último momento del monje, cuando advirtiendo a sus espaldas la presencia del verdugo, sintió el arrebato feliz de quien toma conciencia de ser liberado de una existencia perversa. El último glóbulo de sangre proyectado sobre el piso, era previsible, pero no era el final.
Ya era noche alta. Kuro bebió agua hasta hartarse. Se sentó en su almohadón y sintió que su descubrimiento lo llevaba a abrir un nuevo capítulo en la rueda de la vida de esos dos seres. Pensó: «si señalo al muchacho, éste será llevado ante los guardias imperiales quienes lo ahogarán en un cubo de agua. Y todo volverá a empezar. Si no revelo su crimen, el muchacho creerá que le fue otorgado el don de la impunidad». Enseguida se reprochó: «Estoy razonando como un laico». «No decir nada, me condena y decirlo también».Al día siguiente buscó a su maestro Mizou. Lo encontró colgando de un árbol como un chimpancé. El maestro saltaba de rama en rama frente a un grupo de monjes niños de 9 a 11 años que reían a carcajadas. Cuando Mizou concluyó de explicarle a los novatos el fragor de la mente, saltó de una rama al suelo y agitado se acercó a Kuro. Este le contó en detalle su descubrimiento y le pidió consejo.
Mizou sonrió. Llamó a uno de los niños. Era bajito y menudo y tenía unas orejas grandes y apantalladas, no debía tener más de ocho años.
Cuando te dejaron en el monasterio le contó Mizou eras todavía más pequeño que este novato. Uno de los trabajos más difíciles de un monje instructor es lograr que la mente infantil no se pierda nunca. Veamos que solución nos da este renacuajo.Kuro no supo qué pensar. El anciano tomó una piedra del suelo y muy seriamente le preguntó a la criatura:
Si arrojo esta piedra lejos, entre la espesura del jardín, es posible que nadie la encuentre. En cambio, si la dejo aquí a mi lado alguien puede robármela. ¿Qué puedo hacer Akira?.
El pequeño miró la piedra y contestó con desenfado:
A quién le puede interesar esa piedra maestro, es sólo una piedra.
¿Entonces? lo interrogó Mizou.
El monje niño levantó los hombros y recomendó:
Déjela aquí o tírela, es igual.
El anciano lo despidió, y mirando a Kuro dijo:
Ya ves lo que dice un Kuro pequeño, el problema es de la piedra, no es nuestro problema.
Y arrojó la piedra a sus espaldas.
No comprendo maestro dijo Kuro me ha llamado para resolver el crimen. Lo he hecho, ¿pero no va a hacer nada al respecto?
Mizou revisaba el fruto de una planta.
Lo hice por ti contestó el abad y agregó, y además, ¿fue un crimen?
¿No entiendo maestro? volvió a preguntar con urgencia Kuro.
Acaso hay algo que entender o dejar de entender contestó Mizou . De todos los monjes criados bajo mi mirada fuiste quien estuvo siempre más cerca del despertar pero algo siempre te detenía. Siempre te cargabas de tantas preguntas suspiró Mizou y siguió. He llegado a pensar, y sabes que pensar para un monje zen es muy peligroso, te decía, que he llegado a pensar ante la tozudez de tus interrogatorios que el Buda se había equivocado.
Kuro replicó de inmediato:
¿Y por qué…?
Pero tan rápido como había comenzado a hablar se detuvo. Mizou lo espió por el rabillo del ojo mientras acariciaba una hoja de la planta. Kuro comenzó a reír como un chico. Finalmente Kuro comenzó a hablar como si de se quitara un peso de encima, como si hubiera cargado un secreto por años, que nunca había terminado de entender.
Todos son argumentos, Sakyamuni planteó un argumento en el que nunca creyó, porque nada esperó de ese argumento, fue uno más, no esperó el nirvana, no esperó el bien ni el mal. Por eso no hay doctrina, porque más allá del argumento no hay nada, porque no hay afirmación, ni negación. No hay argumento verdadero, pero debemos vivir como si existiera uno. Al leer el samsara del monje asesinado yo estaba leyendo mi propio samsara; obvio, repetitivo. Si mi cabeza volara en mil pedazos como la del monje alguien leería un argumento con variaciones, pero en realidad siempre el mismo argumento. Una repetición, una persecución, vida y muerte.
Kuro sintió que en el mismo momento que encontraba la llave que abría todas las puertas, descubría que detrás de cada una de ellas encontraría lo mismo: nada.
Mizou suspiró aliviado, se decidió a arrancar el fruto maduro de la planta, lo olió y sin decir nada lo estrelló contra las lajas del sendero.
No es necesario que te revientes la cabeza, lee el jugo de este fruto, leerás la misma historia y agradece que en este mundo los hombres no juzgan a quienes aplastan un fruto sobre la piedra como asesinos, sino tu maestro podría ser colgado. De lo único que no podré escapar es de la venganza de este fruto, en alguna de mis muchas existencias aparentes.
A un Kuro con la mirada perdida, Mizou le preguntó:
Ahora, ¿qué sientes?.
Kuro contestó:
Desilusión, en realidad falta de ilusión: vacío.
Mizou sonrío con ganas, tomó el fruto machucado y junto a Kuro se lo comió.
Tres años después, Mizou murió. La pira funeraria fue encendida por Kuro, quien desde un año atrás había sido elegido para dirigir el monasterio. Pocos meses después el mozo de la caballeriza fue acusado injustamente de haber violado a una aldeana. En medio de sollozos de piedad el mozo fue ahogado en un cubo de agua. Durante la ejecución los dos guardias que lo sostuvieron fuertemente de los brazos no dejaron de mirar con lascivia a la aldeana supuestamente ofendida, quien presenció el hecho con horror y algún arrepentimiento. Había acusado a un inocente para ocultarle a sus padres una noche de pasión con un muchachito que, según parece, ella creía amar. En fin, sólo un argumento más…
Daniel García Molt
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